Morena y la Oposición: ¿Cuál es la diferencia? | Artículo 
En la práctica y en términos generales, la corrupción sigue rampante, las personas con más poder económico siguen haciendo a su antojo y sin ser justamente tributados, los gobernadores que tienen el permiso adecuado siguen siendo virreyes en sus estados, los partidos siguen violando la ley y acarreando o cooptando a los electores, la inseguridad continúa siendo dolorosamente inaceptable y la calidad de los servicios de salud pública es la misma de siempre.
- Antonio Salgado Borge

Por Antonio Salgado Borge
Las recientes muestras de afecto entre Andrés Manuel López Obrador y Alfredo del Mazo no son insignificantes.
Detrás del abrazo que los unió esta semana hay un largo camino. Este recorrido empezó desde que Delfina Gómez reconoció su derrota en las reñidas en las elecciones para gobernador del Edomex en 2017. A pesar de lo apretado de la contienda, del masivo uso de recursos del gobierno de Enrique Peña Nieto y de que en otros casos se impugnó y se disputó con ferocidad el resultado, el capítulo del Edomex se cerró discretamente.
Al año siguiente, en 2018, AMLO llegó a la presidencia. Desde entonces, el Presidente y Del Mazo se han tratado con guantes. Un trato todavía mejor se ha dado a Enrique Peña Nieto –primo de Del Mazo y parte del mismo grupo político– y a todos sus aliados; sin importar su corrupción y los hechos atroces que cobijaron –como el caso Ayotzinapa– este grupo permanece intocado. En junio de este año, Delfina Gómez finalmente logró gubernatura que le fue arrebatada hace seis años.
Este evento adquiere más fuerza cuando se considera que no estamos ante un hecho aislado, sino ante un patrón que se ha repetido a lo largo del presente sexenio. El patrón es el siguiente: una y otra vez, el Presidente y su partido han optado por abrir los brazos y dar sus afectos a personajes que representan prácticas y valores antitéticos al proyecto que encabezan.
Quizás es a nivel estatal que este fenómeno se ha manifestado más intensamente. Prácticamente todas las gubernaturas que ha ganado Morena han preservado el pacto de impunidad que, se supone, había quedado en el pasado. Además, se ha producido hacia ese partido una migración masiva de personajes de otros partidos con reputaciones hediondas sobradamente documentadas.
Por ponerlo de otra forma, Morena llega frecuentemente al poder con dos pactos de impunidad bajo el brazo: uno externo, hacia los partidos que releva en el gobierno, y uno interno, para con los integrantes de esos partidos que deciden abandonarlos para sumarse el proyecto del Presidente.
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Para fines del argumento, en este artículo daré por buenos dos postulados que son comúnmente compartidos por aquellas personas que apoyan al proyecto que encabeza el Presidente. En concreto, asumiré que AMLO tiene las mejores intenciones; es decir, que busca transformar, genuinamente y para bien, a México. Y también daré como un hecho algo que el propio presidente subraya constantemente: este proceso de transformación requiere, necesariamente, de una forma de hacer política distinta, honesta y progresista.
Estos postulados son claramente incompatibles con los pactos de impunidad descritos arriba. Por un lado, la transformación requiere, necesariamente, de una forma de hacer política distinta, honesta y progresista. Por el otro, Morena y sus gobiernos cobijan a personajes reciclados, manchados por la corrupción y sin principios progresistas (o sin principios, simpliciter). El resultado lógico es la imposibilidad de una transformación como la que plantea el Presidente.
Quienes buscan desarrollar una defensa a favor de AMLO o de su movimiento normalmente presentan al menos una de estas respuestas:
a) lo anterior es irrelevante, pues el Presidente se encargará de maniatar o guiar quienes antes han fallado,
b) Morena tiene pactos de impunidad externos e internos, pero estos son irrelevantes o
c) estos pactos son relevantes, para mal, pero necesarios para llegar al poder; y llegar al poder es necesario para transformar a México.
El problema con (a) es que es falso que el Presidente haya sido capaz de controlar a la corrupción dentro de los gobiernos encabezados por su partido.
Casos como Segalmex, los contratos dados de forma oscura a personajes cercanos a funcionarios de la 4T (documentados extensivamente en Aristegui Noticias) o incluso posibles conflictos de interés que involucran a miembros del ejército o a su propia familia son pruebas irrefutables de ello.
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Si en verdad para terminar con la corrupción la escalera se barre de arriba hacia abajo, en este caso claramente nos quedan a deber el barredor y su barrido.
Ante semejante realidad, es tentador recurrir a la respuesta (b) mencionada arriba; es decir, postular que, aunque todo lo anterior es cierto, si hablamos de vieja política, corrupción o defensa del status quo, son los partidos de oposición quienes se llevan las palmas.
Pero esta línea de respuesta tampoco es válida. Y no lo es porque, vale la pena recordar, estamos asumiendo que el Presidente busca transformar al país y que esta transformación requiere de gente distinta, honesta y progresista.
De poco sirve replicar que la transformación es posible porque en Morena las personas impresentables son minoría. Y es que, aun si este fuera el caso, lo cierto es que este grupo está sobrerrepresentado en las posiciones de poder a las que ha accedido ese partido.
La última opción que nos queda sobre la mesa es (c): aceptar que Morena ha repartido pactos de impunidad internos y externos a diestra y siniestra, pero alegar que estos son necesarios para llegar al poder y, desde ahí transformar a México.
Por desgracia, esta opción también es inaceptable. Si Morena basa sus gobiernos en este tipo de alianzas, por mucho que sus principios o el Presidente digan lo contrario, cada triunfo de ese partido es un triunfo de las mismas personas, o el mismo tipo de personas, con otras siglas y un discurso distinto.
Desde luego, alguien podría decir que esto es a lo único que podemos aspirar; que así es como se han logrado cambios importantes –como el incremento al salario mínimo, la eliminación del outsourcing o programas sociales robustecidos–.
Sería injusto ningunear estos logros. Sin embargo, incluso si los reconocemos o aplaudimos, esto no debe hacernos perder de vista que estos pactos están directamente relacionados con el hecho de que, en el nivel más fundamental, muy poco ha cambiado en nuestro sistema de partidos y en quienes lo dominan.
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En la práctica y en términos generales, la corrupción sigue rampante, las personas con más poder económico siguen haciendo a su antojo y sin ser justamente tributados, los gobernadores que tienen el permiso adecuado siguen siendo virreyes en sus estados, los partidos siguen violando la ley y acarreando o cooptando a los electores, la inseguridad continúa siendo dolorosamente inaceptable y la calidad de los servicios de salud pública es la misma de siempre.
No me malinterprete: mi punto no es que dé exactamente igual por quién votar. Dependiendo del contexto, existen candidatas o candidatos mejores o peores. También es cierto, cuando menos a nivel federal, que hay dos opciones distintas: una versión de populismo contemporáneo proyectada desde la izquierda y un liberalismo elitista aproximado desde la derecha (con todo lo malo que cada una implica).
Lo que aquí he defendido es que esta diferencia no alcanza para hablar de una transformación radical, como se plantea desde Morena. Que estamos ante la misma vieja política, que se presenta ahora enfundada en dos disfraces distintos. Y que este hecho ha quedado sellado y representado esta semana en el abrazo entre AMLO y Alfredo Del Mazo .
*Profesor Asociado de Filosofía en la Universidad de Nottingham. Doctor en Filosofía por la Universidad de Edimburgo.








