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La guerra y la fragilidad de la civilización | Artículo de Mario Luis Fuentes Naturaleza Aristegui

Las alusiones a grupos como “Tren de Aragua” o la etiqueta de “cárteles venezolanos” sirven de coartada narrativa, señala Mario Luis Fuentes.

  • Mario Luis Fuentes
04 Oct, 2025 19:58
La guerra y la fragilidad de la civilización | Artículo de Mario Luis Fuentes

Mario Luis Fuentes

Hay momentos en el proyecto civilizatorio de la modernidad, en que el velo se rasga, y lo descubierto es la fragilidad misma del derecho, de la norma y del horizonte de posibilidad de una vida humana digna, garantizada universalmente. Hace ocho décadas, el mundo fue sacudido por la magnitud del crimen nazi, los campos de concentración y el exterminio sistemático; ese episodio marcó una crisis civilizatoria: la conciencia universal se vio obligada a reconocer que la racionalidad instrumental, la técnica, el aparato estatal y el terror coordinado, convergieron en el genocidio. Ahora, en 2025, asistimos a una segunda hora en que resuenan aquellos ecos macabros.

El 2 de octubre pasado, Donald Trump proclamó que los Estados Unidos están en guerra contra los cárteles de la droga, calificando esta confrontación como un “conflicto armado no internacional” y señalando que esos grupos son “combatientes no estatales ilícitos”. Esa declaración implica que los Estados Unidos se reservan facultades militares extraterritoriales, letales, contra esos grupos, y de hecho ya se ordenó, hace semanas un ataque a una embarcación presuntamente vinculada al narcotráfico en aguas del Caribe, próximas a Venezuela, con resultados mortales.

Este giro discursivo, táctico y operativo tiene un significado profundo: transforma determinados crímenes -el narcotráfico, históricamente tratado como asunto policial o penal- en un motivo para el despliegue de la guerra. Esa decisión proyecta una doctrina: la violencia excepcional del Estado contra “enemigos internos o externos” que se presentan como amenazas a la vida de la población norteamericana y a la seguridad de su Estado.

Esa dirección tiene implicaciones geopolíticas de gran alcance. Venezuela, país que ha sido denunciado repetidas veces por la administración estadounidense como un “narcoestado” (o al menos como patrocinador estatal del narcotráfico), se ve inmediatamente apuntada por esa retórica. Al enviar naves de combate estadounidenses hacia su esfera marítima o hacia zonas bajo su influencia, la decisión asume una dimensión de hostilidad que no se había visto en la región desde hace décadas.

Las alusiones a grupos como “Tren de Aragua” o la etiqueta de “cárteles venezolanos” sirven de coartada narrativa: la confrontación no es contra un Estado, sino contra una “organización criminal transnacional” que se ha apoderado de la estructura estatal. De ese modo, la agresión se puede presentar discursivamente como legítima defensa contra el delito, pero no debe dejar de considerarse que se trata de una agresión a soberanías intervenidas, bajo el pretexto de la protección adicional a la democracia.

Paralelamente, Estados Unidos ha reiterado su respaldo al derecho de Israel a lanzar una nueva ofensiva contra Hamas en Gaza, al tiempo que el mundo contempla un conflicto ya prolongado que muchos actores e instituciones internacionales consideran genocidio. Esa simultaneidad -una “guerra contra el narcotráfico” en América Latina, y el aval activo al uso de la fuerza con perfil máximo en Medio Oriente- tiene una lógica simbiótica. Ambas operaciones configuran una narrativa de excepción: frente a enemigos que se han vuelto existenciales (“terrorismo”, “narcoestado”), el Estado poderoso asume la prerrogativa de decidir un régimen de muerte y destrucción sin mayoría ni contrapeso institucional suficientes. Este despliegue se observó claramente en la reciente ofensiva militar norteamericana en contra de Irán.

Hay varios elementos adicionales inquietantes. Primero: la fusión entre crimen y los motivos justificadores de la guerra. Tradicionalmente, el derecho internacional distingue entre enfrentamientos armados y delitos comunes. Convertir al narcotráfico en una guerra es trasladar al dominio militar lo que de suyo es un asunto estrictamente penal, y eso conlleva una militarización del mando, una centralización del uso de la fuerza y una disminución del papel de la justicia como mecanismo de regulación de las relaciones sociales y económicas al interior de los países. Esa transformación altera no solo legalidades locales, sino la subjetividad política: el ciudadano pasa a ser potencial blanco, y la presunción de humanidad queda subordinada al perfil de amenaza.

Segundo: la economía de la impunidad y la espacialidad del poder. Cuando una superpotencia define zonas de excepción -los mares, las fronteras marítimas bajo jurisdicción disputada, “espacios grises” entre lo legal y lo clandestino- entonces crea geografías de muerte donde el consentimiento democrático es irrelevante. Esa espacialidad remite a los horizontes de la guerra contemporánea: drones, bombardeos, ataques remotos, fuerzas especiales que operan en la oscuridad normativa. En tales “geografías”, la rendición de cuentas se difumina y lo que emerge es lo que Baudrillard habría llamado “la transparencia del mal”.

Tercero: la continuidad simbólica con la crisis civilizatoria del siglo XX. La razón tecnocrática y militar -pensada como dominio absoluto- de los otros, demostró en el nazismo su capacidad para diseñar el crimen sistemático. Las infraestructuras administrativas del poder, cuando carecen de límites efectivos, pueden volverse máquinas de exterminio. Hoy, con la excusa de la guerra contra el narcotráfico o la lucha contra el “terrorismo palestino”, reaparece esa tentación: la racionalidad del control absoluto legitima el despojo de vidas humanas. Cuando Estados centrales promueven discursos de “guerra total” contra enemigos designados, ese “otro” queda precipitado fuera del ámbito de lo humano. Y conocemos muy bien lo que eso implica.

Cuarto: el paralelo moral entre las operaciones en América Latina y las operaciones en Gaza. En Gaza, la comunidad internacional ha denunciado masivamente bombardeos, bloqueos, muerte de civiles y destrucción de infraestructura esencial. Frente a ello, diversas instituciones han sostenido que la política israelí se encuentra dentro de los parámetros de la Convención de la ONU sobre Genocidio.

En ese contexto, cuando EE. UU. mantiene su respaldo incondicional al uso de la fuerza en Gaza, mientras al mismo tiempo legitima ofensivas militares en el Caribe hacia América Latina, se dibuja un patrón: el Estado poderoso asume una lógica universal de guerra. No existe “guerra justa” ahí ni “injusta” allá: existe una arquitectura global de violencia estatal que se excusa en amenazas y exterminios selectivos.

Este momento histórico impone a nuestra generación un deber de memoria que es urgente: recordar aquel instante en que el mundo dijo “Nunca más” frente al horror nazi, y preguntarnos si ese “Nunca más” ha sido simplemente una frase que el poder erosiona o borra cuando le es conveniente. Porque ahora, en 2025, frente a estas decisiones de guerra, cabe preguntarse: ¿quién protege al pueblo cuando el poder declara guerra a entidades difusas? ¿Quién juzga al Estado que actúa como justiciero o vengador? ¿Dónde queda el derecho internacional si el agresor puede imponer su narrativa y su fuerza sin mediación? Todo ello, en medio de una aguda crisis del sistema de Naciones Unidas que se construyó, precisamente luego de la II Guerra Mundial, para evitar que el horror se volviese a repetir.

Es por ello necesario exponer que la proliferación de guerras en distintos frentes -la guerra contra el narcotráfico, la guerra contra el terrorismo en Medio Oriente, los numerosos conflictos armados locales olvidados- conforma un sistema estructural de violencia global. Cada conflicto es parte de una matriz en la que el Estado con mayor poder en el mundo, reclama prerrogativas de muerte.

Frente a eso, la resistencia ética no puede apuntar simplemente al alto al fuego, sino a recuperar un horizonte de humanidad común: que nadie quede fuera del resguardo del derecho; que las víctimas no sean estadísticas; que la soberanía no sea derecho de matanza, sino juramento de protección. En esta hora en que nuestra generación es marcada por la memoria del genocidio palestino y por la reactivación de doctrinas excepcionales de guerra en América Latina, cabe levantar un reclamo: la guerra no puede convertirse en la forma ordinaria de la política, ni el poder abusivo en norma global. Eso sería admitir que, después de Auschwitz, nada pudimos aprender.

Investigador del PUED-UNAM